“Coroncoro se murió tu madre/déjala morir”: La cantinela de la corrupción y nuestra actitud frente a la misma
“[… En] Colombia no se le da el estatus o
tratamiento de seriedad a los temas que deberían dársele, y no se hace en parte
por nuestra mala educación […], en particular porque los medios masivos de
comunicación, que grandilocuentemente se autodefinen como `el cuarto poder´ y
que de forma alguna inciden en la educación de sus audiencias, no le dan la `debida´
importancia a determinados hechos: magnifican nimiedades e impertinencias, y
por contra, trivializan e invisibilizan (¿`imbecibilizan´?) temas sustantivos”.
12 de
marzo de 2017
Por: Carlos
Javier Barbosa C.
Corre:findese@findese.org
Corre:findese@findese.org
La semana inmediatamente anterior el DANE
publicó los datos de desempeño del mercado laboral colombiano correspondientes
al primer mes del año en curso. Según los resultados, durante el primer mes de
2017 la tasa de ocupación en el ámbito nacional correspondió a un 11,7%, tasa
que en términos cristianos equivale a decir que 2’855 mil personas económicamente
activas se declararon en condición de desocupación (cuantía de población
parecida, aunque algo menor, al total de habitantes de Cali -y alrededores-
tercera ciudad más grande del país). En términos de la desgastada jerga de los
principales medios, “el país no se inmutó”. Por contraposición, cifras como
ésta en sociedades que se precien de dignas, hubieran causado un gran escándalo
y Preocupación.
Empero, el así llamado país por los medios masivos supuestamente se escandaliza,
verbigracia, por un ágape espontáneo entre un manojo de guerrilleros (en
proceso de reincorporación a la vida civil, en un marco de un proceso de paz) y
unos funcionarios (verificadores) de una organización internacional en plena
víspera de año nuevo; igual, también se perturba sobremanera por la pérdida de
un encuentro de la selección nacional de fútbol (elemento aglutinador por antonomasia
del folclor nacional) frente a otro onceno. Por contraste, ese mismo país ni se acongoja ni se preocupa por
cosas que en otras latitudes se consideran asuntos o hechos serios, vrg., antaño no lo desvelaban
las reiteradas y brutales masacres, hoy tampoco las latosas y hastiosas
noticias acerca de la corrupción del aparato judicial, ni qué decir acerca de las
crónicas tasas de incidencia de mortalidad infantil por desnutrición evidenciadas
en algunas minorías étnicas, ni menos aún la privatización ilegal del Estado
realizada mediante reiterados peculados por apropiación en algunos
departamentos: “Coroncoro se murió tu
madre/déjala morir”, tarareaba un estribillo de un tema folclórico de
mediados de los años 80’s, que bien puede representar nuestra crónica actitud
respecto a la importancia que le damos a los problemas padecidos.
Al parecer este tipo de vicisitudes como
muchas otras que deberían importarnos no agitan nuestro éter. Además de ser
malas noticias, por su cantidad y velocidad de propagación, los despachos sobre
corrupción desde hace ya buen tiempo nos resultan asfixiantes y fastidiosos;
peor aún, mudos. La supuesta indignación que nos deberían producir, al parecer
no cristaliza pues ese estatus se lo damos a otros asuntos, a otros temas.
Es claro, aunque no se niega el gran
beneficio del control social ocasional que prestan (y que deberían prestar
continuamente), los mass media
colombianos, en tanto artífices y divulgadores de la “verdad”, coparticipes en
la modelación del folclor y guardianes de las tradiciones, inciden entre otras
en la determinación de lo que debe o no ser serio y lo que debe o no pasarse
por alto. Empero, en aras de mostrarse como medios que se deben a su audiencia,
imparciales e impolutos, democráticos
y respetuosos del misma, legitiman el tratamiento de los eventos y/o temas de
interés a travs pseudo-contextualizaciones pasadas por agua, una que otra
entrevista fugaz, cuando no tendenciosa o descaradamente sesgada (¿Acaso
insulto a la inteligencia del espectador? ¿Acaso atención a una clientela
adoctrinada o en proceso del mismo?), así como constantes sondeos de opinión.
Correlativamente, a cambio se sentirse “escuchado” o reconocido en dichos
sondeos, de forma inconsciente y sin proponérselo el segmento participe termina
actuando en calidad de calanchín o, en el mejor de los casos, de idiota útil,
toda vez que su incontinencia participativa legitima el tratamiento de marras
dado a las noticias y/o temas de interés. Basta escuchar las opiniones para
hacerse una idea somera y apurada de la formación –y grado de información- de
los participantes así como para la calidad del concomitante
sainete.
El tema que se quiere poner de relieve
corresponde al hecho que en Colombia no se le da el estatus o tratamiento de
seriedad a los temas que deberían dársele, y no se hace en parte por nuestra
mala educación (cuesta decirlo, pero difícilmente tenemos sentido de lo
importante), en particular porque los medios masivos de comunicación, que
grandilocuentemente se autodefinen como “el cuarto poder” y que de forma alguna
inciden en la educación de sus audiencias, no le dan la “debida” importancia a
determinados hechos: magnifican nimiedades e impertinencias, y por contra,
trivializan e invisibilizan (¿”imbecibilizan”?) temas sustantivos. El problema
es que resolver estas dificultades es muy complejo. Por ejemplo, el tema educativo
no sólo se resuelve aumentando los
niveles de logro académico (i.e., mejor nivel y calidad de la enseñanza),
puesto que la llamada educación o formación rebaso la enseñanza escolar; es
el resultado de un accionar mancomunado de distintos entes sociales en varios
ámbitos (no sólo el académico): pesa el ejemplo del hogar y de nuestro entorno
inmediato (parientes y amigos); el vecindario, tanto el real como el virtual
–vrg., nuestra red en facebook-; el
entorno laboral; el sistema escolar, en particular el plantel al cual se
asiste; la iglesia; el ejemplo de los denominados líderes sociales, tales como
dirigentes de grupos gremiales, líderes sindicales, y políticos y personas que
ocupan las más altas dignidades del Estado; el ejemplo dado por jueces y
magistrados, con sus sentencias y fallos; claro, pesa de forma cardinal el
contenido que consumimos a través de los medios de comunicación, tan sólo por
citar los ejemplos más conspicuos.
Respecto al papel de los medios, la
situación no es menos compleja. En principio se debe destacar que los medios
masivos de comunicación al estar concentrados en muy pocas manos segmentan el
mercado. En realidad, no se les queda por fuera proporción significativa de la
audiencia: hay para todos los gustos. Aunque suene verdad de Perogrullo, la
cuestión con este hecho es que los insumos con los cuales construimos la
llamada “realidad” queda en esas pocas manos. Inclusive podría pensarse que
también ocurre lo mismo con la construcción de nuestras actitudes hacia esa
“realidad”. Aparte de nuestro entorno inmediato ¿De qué otra forma nos llegan
noticias acerca de la “realidad”, inmediata y mediata, que no sea vía medios?
En una palabra, como resultado de la concentración de los medios, pierde la
diversidad de opinión, la posible variedad de percepciones, y los elementos-ayuda para determinar lo que
es o no importante, por tan sólo citar ejemplos bien sencillos. En dicho
sentido, esto es lo que bien podríamos llamar el “país mediático”, por
complementariedad al mil veces designado “país oficial” (el mismo de los
comunicados, conceptos, cifras y sentencias de los diversos estamentos del
Estado). Así las cosas, es inevitable pensar que estamos en manos de algo así
como un “Ministerio de la Verdad”, en
el sentido orwelliano del término; Ministerio cuya verdad choca una y otra vez
con la “verdad verdadera”, la que una y otra vez nos sorprende, la misma que
una y otra vez nos atropella. La verdad del aludido Ministerio se construye mediante la conjunción de la acción de los
medios de comunicación privados y los diversos estamentos del Estado (entidad
que a propósito, también está concentrada en pocas manos ¿Familias? tal cual lo
atestigua el poco relevo de personas en las más altas dignidades del Estado, y
la cantidad de delfines conspicuos en la cabeza de los principales partidos
políticos, por poner un ejemplo).
Se aclara, el problema de la parte de la
verdad que corresponde al Estado lo constituye el hecho de que las más altas
dignidades (e.g., magistraturas, fiscalías, contralorías, procuradurías,
inclusive alcaldías) están concentradas en manos de unos pocos, con muy poca
tasa de renovación, todo lo cual se ha prestado para el mal uso y el abuso,
para la privatización ilegal del Estado, y en últimas para la corrupción
descarada, acaso naturalizada, de un Estado que en teoría es de todos y para
todos.
No menos grave es que los dueños del “país
mediático”, que son los mismos dueños de gran parte del capital productivo,
comercial y financiero, en modo alguno tengan negocios con el Estado, todo lo cual incide
negativamente en el funcionamiento del mismo. ¿Por qué? Porque no hay
independencia entre el manejo del Estado y el sector privado; en particular
entre el Estado y los medios masivos de comunicación. Obsérvese, los dueños de
los medios no sólo tienen el don de la ubicuidad (toda vez que están en “nuestra
TV”, “nuestra radio”, constituyen los periódicos y revistas de “opinión” sea
que estén en internet o a la mano en papel, proverbial es su presencia en los estantes de los
supermercados -marcas más reconocidas de alimentos procesados y bebidas, de
ropa, de productos para el hogar-, bancos y demás administradoras de cesantías y
contribuciones de jubilación) amén de contar con la propiedad de permear la oficialidad puesto
que hacen negocios con el Estado a través de sus empresas, grupos que por
añadidura ayudan a financiar directa o indirectamente (¿subrepticiamente?)
campañas políticas. En particular, esto ha incidido en la praxis legislativa y
laudatoria a favor de los sectores más poderosos del sector privado (¿Justicia
privatizada? ¿Privatización de los bienes públicos? ¿Legislación a favor del
interés privado?). Un ejemplo reciente, considérense los resultados del
impuesto que se le pretendía establecer a las gaseosas y demás bebidas
azucaradas.
En medio de todo lo anterior, se destaca lo
siguiente: la globalización es un hecho, una verdad “de a puño”; no es un
simple discurso “veintejuliero” de
trámite o una formalidad protocolaria para adobar un informe, un documento o
una opinión. No es nada de eso. Al respecto, adviértase la tasa de cambio
actual o la necesidad de la reforma tributaria recién aprobada para ver por qué
la globalización no es un discurso, y por qué sí es un hecho; una realidad que no
sólo nos afecta el bolsillo, sino nuestra forma de vida y nuestra forma de ver
el mundo. Por más que haya políticos y dirigentes gremiales acudiendo a discursos populistas o pidiendo plata para el apoyo de tales o cuales industrias (o ladinamente a favor de
determinados gremios) en nombre del fomento del empleo, la cuestión es que el
tema de la ocupación va más allá de pensar en el estimulo a negocios de
“sombreros volteaos”, de dejárselos al sector turismo (sector que muy
posiblemente tenga un crecimiento secular, pero cuyo empleo generado en
términos remunerativos y de crecimiento profesional no es el mejor), así como
de andar pensando y pregonando que el famoso tren de la minería (por demás
contaminante y desestabilizador social) nos va a dar la mano. Aunque
contribuyen al crecimiento, este tipo de negocios no aseguran el bienestar
general, en particular la calidad y la estabilidad del empleo. Lo ayuda a asegurar el incremento
permanente de la productividad (vrg., mejor enseñanza), el capital
social (mejor administración de la
justicia), la adecuación de la institucionalidad vigente frente a los nuevos retos
(vrg., menores trámites, menores alcabalas que incidan en la acumulación de
capital, reducciones sustantivas del impuesto al uso del trabajo, es decir,
menos impuestos parafiscales al sector productivo o precisar, por ejemplo, si
las contribuciones a salud se deben hacer por la vía de los impuestos generales),
mejor redistribución de los impuestos (mayores tributos a las pensiones que
superen ciertos topes como medio de mitigar los subsidios cruzados –es decir,
las contribuciones que paga el pobre a favor del rico), etc.
De lo anterior, es posible que nada cambie
(de hecho es el escenario más plausible pues la corrupción, nuestra inercia institucional o de forma más general, nuestro pobre capital social y otros males tales como nuestros endebles logros académicos y
nuestra baja productividad se ven muy difíciles y lentos de extirpar o por lo
menos de atemperar), razón por la cual no debemos hacernos ilusiones acerca de
entrar a clubes internacionales importantes tales como la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), o a que nos tomen por ciudadanos
de primera clase. No. Ese es uno de los costos que estamos (y seguiremos)
pagando por nuestras acciones e
indiferencia, más aun en un escenario de globalización caracterizado por la
entrada creciente de jugadores competitivos: se nos acabó la espera. O nos modificamos
o empeora nuestra postración. El discurso colombo-centrista, que tanto nos
embuten los medios, representado en la vana y peregrina consideración de creernos los más inteligentes y los más felices del
mundo difícilmente nos va a ayudar.
En suma, nos vemos obligados a
reinventarnos como sociedad. En particular, se considera que la concentración
del poder tanto de los medios masivos de comunicación, y del mismo dentro del
Estado resulta supremamente tóxica para Colombia. De un lado, la falta de
pluralidad de opinión y de crítica supone la ausencia o deficiencia de
elementos o criterios que nos permitan establecer, precisar y dimensionar lo
que es importante de lo que es nimio, lo que es central de lo que es accesorio.
Es claro, la democratización de los medios de comunicación es un bien público
por el que, en teoría, se debe velar. No importa que su praxis sea mediocre o
no. Lo sustancial es propender por la pluralidad de opinión, por la riqueza de
puntos de vista, por la salvaguarda del derecho al disenso, por el ejercicio dialéctico del debate y la
recepción de la crítica, todo lo cual constituye un bien público, un bien, por
derecho propio.
De otro lado, el problema de la
concentración del poder en manos de unos pocos, es un problema que tenemos que
resolver entre todos. No basta con “salir a votar”, lo cual es un imperativo
moral (aunque unos propenden que sea una obligación legal, en el que deben
participar menores de 16 y 17 años de edad ¡Abrasé visto!). Hay que buscar más
formas de ejercer el derecho ciudadano de la participación política. No basta con
quejarnos pusilánimemente de los “políticos y magistrados corruptos”. Con
independencia de si se es derechista, ¿Centrista? izquierdista, o de otras
corrientes, la contribución a la democracia se hace efectiva con una
participación que trasciende el mero uso del derecho al voto: la sociedad lo
requiere. En la situación y condición que estamos, la participación en política
es un imperativo y obligación para con la sociedad –presente y futura-, toda
vez que no la podemos seguir dejando en las garras que actualmente la
están detentando. Por ejemplo, se debe explorar la posibilidad de participar
dentro de los partidos existentes o considerar de qué otras formas hacerlo, y
no quedarnos en la crítica pueril y pusilánime: el palo no está para cucharas,
y la participación de ciudadanos es decisiva.
Se subraya, al margen de que hagamos una
política buena o mediocre, y de nuestra orientación política, la
desconcentración del poder es necesaria, vital, para la construcción de un
Estado, de una sociedad viable, pues en la medida que haya pluralidad, el proceso
dialéctico de la confrontación de poderes, de distintos puntos de vista, de
ejercicios de negociación, terminará llevándonos a buscar soluciones sociales
(esto es, que sean representativas de la sociedad, no sólo de unos pequeños
grupos). Haciendo un símil desenfadado con Adam Smith cuando habla acerca de
que “los individuos sirven el interés general (sin proponérselo)
precisamente porque actúan de forma egoísta”, el ejercicio dialéctico de una pluralidad de grupos, i-e., la mayor
participación, lleva a que estos –los grupos- buscando su interés particular,
sin proponérselo terminen sirviendo el interés general.
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