Los medios de comunicación, la formación de ciudadanía y la audiencia del hogar

-¿[Hasta] cuándo más los capítulos repetidos ad nauseam del “Chavo del Ocho” o los “Cuentos de los Hermanos Grimm” para los niños de más bajos estratos?



11 de agosto de 2017
Escrito por: 

Hermes Fernando Martínez
Carlos Javier Barbosa


Aunque la temática habitual de los noticieros de TV en Colombia es bastante monótona, los noticieros se erigen como los programas de mayor rating. Más aún, no sólo adolecen de una limitada temática sino, lo que es verdaderamente grave, padecen una pobreza en cuanto al tratamiento –crítico- que se les da a los contenidos. En este caso, y en un sentido más amplio, las personas que no tienen un servicio alternativo de TV están obligadas a consumir el bodrio de la oferta nacional, toda vez que no cuentan con una opción distinta a la de tener que ver la flamante programación de “nuestras” cadenas nacionales, incluidos los programas dominicales de tratamiento amarillista, los de torpe y mediocre humor, los de “debate” u opinión tendenciosa -con los mismos expertos, los mismos comentadores y los mismos moderadores, ah, y las mismas conclusiones-, los de chisme farandulero grotesco, las series matinales sabatinas -¿hasta cuándo más los capítulos repetidos ad nauseam del “Chavo del Ocho” o los “Cuentos de los Hermanos Grimm” para los niños de más bajos estratos?-, enlatados refritos, malas copias de realities y un largo etcétera. Con una oferta como esa ¿tiene algo que decir la ANTV? ¿Quién puede ayudar al contribuyente con esta clase de servicio público? ¿Dónde están los que marchan por asuntos tan abstractos y vagos, contra molinos de viento, materializados en arengas, silbatinas, pancartas y una que otra soflama contra “la corrupción, la desigualdad, la voracidad financiera, la pobreza y la violencia”, para que les den una mano a los televidentes que no tienen alternativas?
Evidentemente, en los noticieros la liturgia diaria es la misma: cada emisión abre con las noticias calentitas acerca de fechorías cometidas por malandrines de baja estofa, acto seguido viene uno que otro show de la justicia en tópicos de la –gaseosa pero maloliente- corrupción y uno que otro escándalo que demande justicia “inmediata y ejemplar”, se continua con el tema de la pésima atención de las EPS, se sigue con las noticias relacionadas con tal o cual tema en el Congreso –máxime si se trata de algún proyecto populista e irresponsable como la propuesta embaucadora de reducción de cotización en salud a los pocos pensionados, cuyas pensiones más altas pobres y no pobres deben subvencionar-, algún tumbe a brillantes y “curtidos” (¿incautos?) inversionistas, la estridente alharaca del fútbol (al parecer para los noticieros sólo el futbol es deporte)… con algo de suerte se cierra con algún chisme conspicuo acerca del Jet Set internacional, pero si no, con alguna intrascendencia de la farándula vernácula. En fin, los noticieros venden, sea por que el televidente no cuenta con alternativas de información o entretenimiento, tal cual es presumiblemente el caso de los que no cuentan con recursos para sufragar servicios adicionales a la TV pública, o bien porque las personas que teniendo alternativas no pueden dejar este hábito tan “saludable”. Con la radio comercial la oferta informativa y de entretenimiento la situación no es mejor.
En plata blanca, la cantinela de que “la audiencia tiene el derecho a estar informada” es paja, premisa que aunque cuente con granos de verdad no deja de ser una proposición insultantemente falsa; los medios lo saben. Un derecho es derecho en tanto se hace efectivo, el resto, hasta que no se pruebe lo contrario, es mito; sólo el uso efectivo le da estatus de derecho parcialmente real, creíble. Detrás del derecho a estar informado hay muchos supuestos, tales como que las personas son observadores críticos y que cuentan con suficiente texto y contexto para hacerse una idea plausible de la situación. Los medios más que nadie saben que una noticia se convierte en información útil cuando el cúmulo de datos se puede criticar con criterio –valga el pleonasmo-, cuando existe una institucionalidad que además de estimular la participación permita la acción ciudadana efectiva.
¿De qué sirve, por caso, saber que un magistrado o juez es corrupto, si el ciudadano “informado” no puede hacer nada? ¿Salir a “castigar con su voto”? ¿Votar por los delfines adecuadamente distribuidos dentro del portafolio partidista? ¿Votar en blanco? ¿Proponerse uno en calidad de advenedizo sin maquinaria pese a contar con el apoyo de algún equipo honesto con buenas ideas? ¿Votar por algún “independiente” aguas tibias que termine apoyando los segmentos políticos más tradicionales? Ante esta situación un ciudadano que procure la honestidad señalaría que, con excepción de uno que otro romántico o ingenuo, tanto los que han estudiado, como los que saben y practican la política tienen muy claro que sin carrera política, sin conexiones, sin tradición, sin padrinos políticos, sin plata (sin abundante plata), sin cámaras ni reflectores, sin los ecos celestiales subliminales de los medios y sin el favor decisivo del establecimiento nada se puede hacer, máxime en una sociedad tan tradicionalista, ensimismada y reacia al cambio como la nuestra. (En relación con nuestro carácter ensimismado, el presidente Alfonso López M. se refirió en algún momento sarcásticamente a Colombia con el mote del “Tibet suramericano”. Cualquier aclaración sobra.)       
Por otro lado, la situación con nuestra actitud ante las noticias da la impresión de una indolencia e indiferencia generalizada que hace que los telediarios se vean más con el fin de pasar el tiempo y obtener diversión gratuita, que con el objetivo de informarnos y/o formarnos continuamente o, idealmente, poder ejercer algún tipo de control social sobre lo que pasa. Por el contrario, cosas que en otra parte causan indignación y estupor aquí son naturalizadas. Se reitera, a juzgar por los resultados, el televidente típico es desesperanzadamente a-crítico, tanto el espectador con nivel de enseñanza superior como el que no. Para el colombiano promedio que no se inmuta, al parecer es natural que los pillos se salgan con la suya, ante todo los del “cuello más blanco”, a lo cual alguien podría añadir “los más decentes”, algunos de los cuales se presentan cínicamente como “enemigos acérrimos” de la corrupción y no contentos se despachan pontificando que el problema es de “unas cuantas manzanas podridas”. Igual, para el colombiano promedio que no tiene la mas remota idea de cómo es el tejemaneje al interior del Estado, no es ninguna noticia que en una cantidad perceptible de casos los jueces y grandes magistrados en su infinita sabiduría absuelvan, cierren o declaren prescritos casos de la alta delincuencia (la misma que saquea abierta o soterradamente, de forma simple o embrollada, y de modo continuo o esporádico Nuestro tesoro público, representado por el pago diario que sufraga el contribuyente en las cajas registradoras cada vez que adquiere un bien o un servicio o cuando paga algún otro tipo de impuesto). Al parecer, la estridente proclama en las encuestas de que lo más importante es nuestro bolsillo no se compadece con nuestra actitud ante el robo y mal uso de los impuestos que pagamos en nuestras cuentas, cantidades que de forma sardónica aparecen nítidamente discriminadas en los recibos.
Nuestra actitud ante los problemas cotidianos ha tomado matices surrealistas: para el apático de a pie al parecer es natural/indiferente que los niños de los dominios geográficos de mayor atraso social donde el amo y señor es un gran cacique político, sufran desnutrición aguda y crónica; es más, para agravar la pesadilla, se están volviendo naturales los paseos de la muerte (¡!). En un país apremiado por la escases de infraestructura, al “mayor de edad” promedio no lo desvela la terminación de la famosa obra de infraestructura llamada La Línea, construcción que como muchas otras nos quedo grande, hecho que por demás no conmociona los medios, adalides y guardianes par excellence de nuestro “derecho a estar informados”. Dentro de la miríada de ejemplos que se pueden seguir exponiendo, también es natural que las empresas de telefonía móvil hagan timos si los usuarios no “andan mosca” o si no se pellizcan a reclamar una vez ha sido descubierta la picardía, etc. Una frase que sintetiza nuestra indolencia y al parecer valida nuestra actitud: “¡Quién lo manda dar Papaya!”.
En suma, la nuestra es una sociedad donde predomina la máxima de la Ley de Gresham en la cual “la moneda mala desplaza la buena”; donde es mejor pagar la coima que tener que esperar el turno en un trámite ordinario o extraordinario; donde la situación ha llegado al punto en que resulta mórbidamente racional utilizar el atajo. Es una sociedad donde cuestiones morales sencillas y diáfanas se cuestionan absurdamente. Para la muestra un botón: hace unos meses algunos noticieros radiales se escandalizaron y “llamaron al debate” a la opinión ante el hecho de que en otra parte del mundo una profesora de enseñanza básica puso mala calificación a un alumno que habiendo respondido acertadamente una pregunta, [éste] no supo justificarla. ¡Los medios cuestionando el acierto de la Maestra! ¡Abrase visto! Se acentúa, los mismos medios que pregonan el derecho a “estar informado” son los mismísimos que se escandalizan ante este hecho. “El que tiene oídos que oiga”.
En cualquier caso, la reflexión recién expuesta tiene como objetivo cuestionar el papel de los medios en tanto oferentes del servicio público de difusión de entretenimiento e información, y, por derivación, llamar la atención sobre los efectos reales que tienen en la formación de los miembros del hogar. Es necesario que nuestra inconformidad no se quede en palabras o en un silencio irascible; es más, es un deber exigir por elementos que ayuden a estructurar, consolidar y progresar la construcción de ciudadanía, para lo cual es imperativo que la opinión pública representada en primera persona realice lo que esté a su alcance por vigilar, criticar y de ser el caso adoptar una actitud propositiva en aras de que el Estado haga lo que en teoría tiene que hacer y es velar por la calidad del servicio que ofrecen los medios nacionales, máxime cuando en una gran proporción de hogares la educación de los menores de edad está implicada. Igualmente es mandatorio que se tenga conciencia de que los medios no son simplemente empresas lucrativas sino que ante todo, dado que entran a nuestros hogares, el Estado vele porque ayuden a construir ciudadanía, por la promoción del control social, por la ampliación y mejoramiento de la participación democrática, y porque no que terminen ofreciendo un producto que mal educa, mal-forma, deforma, no informa o desinforma al colombiano, ante todo a los menores de edad, y a las personas que por cuestiones de la vida no han podido contar con un nivel razonable de formación tal que les permita asumir actitudes críticas o contar con herramientas que les faculte discernir lo que está pasando o lo que se les ofrece. Ahora, cuando el consumidor paga por el servicio “vaya y venga”, es decir, cuando tiene alternativas, pero cuando no tiene más opción la cuestión de los efectos de los medios en la educación dentro de nuestros hogares es crucial, decisiva.  (Si las “cosas no son así, i.e., si el Estado no ayuda a poner en cintura la calidad del producto que está llegando a los hogares, apague y vámonos”).


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