viernes, 27 de noviembre de 2015

Las marchas como forma de protesta: una propuesta infantil, ingenua


“… la mayoría de las marchas, salvo las que hacen parte del acervo folclórico y constituyen un mecanismo de integración social, son mucho ruido y pocas nueces… [s]on más una expresión que un instrumento para concretar logros; una forma de protesta social ingenua; una solución infantil, poco creativa”

Por Carlos J. Barbosa
Aunque resulte de Perogrullo señalarlo, cualquier ciudadano “de a pie” bien podría advertir que durante un largo tiempo los miembros de la familia humana salimos a marchar contra todo; y algunas veces a favor de un “sub-todo”. ¿No? Pruebe con los canales globales como la BBC, la CNN, y la DW, solo por mencionar los medios más conspicuos del escenario occidental. En dicho sentido, el portafolio de temas comunes en el contexto global es tan amplio que resulta excusable, e inevitable, una “intentona tipológica”: marcha contra el calentamiento global; marcha contra la carrera armamentista; contra la voracidad del sistema financiero; contra las hambrunas en África; contra los regímenes autoritarios de los, eufemísticamente, llamados países “en vías de desarrollo”…  (Igual, cualquier otra lista probablemente incluiría las marchas “positivas” tales como las del “Día del Trabajo” y las del “Orgullo Gay”, sólo para mencionar algunas que nos resultan sonoras).        
En el plano doméstico, nuestro país no iba a ser la excepción. ¡Faltaba más! Su realización hace parte de nuestras “grandes conquistas” sociales. En virtud de este hecho, lo que aquí se busca cuestionar, a partir de un ejemplo particular, es que tan coherente y efectiva nos parece su ejecución como medio de protesta social.
Podríamos confeccionar marchas casi para todo, en particular contra los males sociales o grupales que nos aquejan. Unas marchas podríamos percibirlas como extraordinarias y ad hoc, toda vez que se hacen a la medida, esto es, en reacción a algún percance particular; otras por proyectos de largo aliento (las “progresistamente correctas”); otras por cuestiones bastante vagas; y otras que bien podríamos llamarlas desfiles “clásicos”, como las que ejecutan periódicamente algunos grupos particulares. Dentro de las primeras, se podrían mencionar las marchas que se organizan como reacción a un acto execrable; dentro de las segundas cabria citar las marchas que pretenden la conquista de alguna prerrogativa, una nueva “conquista” social, como el reconocimiento de los derechos de algunas minorías, por demás organizadas; las terceras bien pueden ser las marchas contra la corrupción política (¡!); como arquetipo de las últimas se podrían considerar las marchas que organizan durante “el día del trabajo obrero” las centrales sindicalistas.
Por su puesto, esta pseudo tipología invita a valoraciones de distintos calibres y matices. Hay de todo y para todos. Algunas parecen legitimas y genuinas en su concepción (aunque lamentablemente no tanto en su eficacia), otras políticas (¿politiqueras?), otras incoherentes por no decir insensatas, y otras parte del mobiliario folklórico. (Como ejemplo de las primeras se podrían señalar las que apelan a la solidaridad –genuina- en respuesta a algún hecho repudiable cometido en contra de algún ser muy vulnerable. Se pueden considerar como muy legitimas, amén de ser necesarias, si bien su eficacia resulta harto discutible).
Como se indicó anteriormente, lo que aquí se pretende es cuestionar un tipo específico de marchas, como las que se organizan para luchar por algún mal que en apariencia, si bien afecta a un colectivo especifico, su solución trasciende las simples medidas que las marchas persiguen. En concreto, y aunque resulte políticamente incorrecto, aquí se cuestionan en el mejor sentido de la palabra, las marchas contra la violencia de género. En dicho sentido, existe un consenso en que es comprensible que se haga una marcha como expresión de protesta al ultraje de una persona, como también es entendible que los medios de comunicación le den un cubrimiento no solo significativo sino importante. Empero, si se intenta cribar y cuestionar con detenimiento la concepción y tratamiento que le dan los diferentes actores implicados en este tipo de protesta, se advierte que este tipo de actividad (la marcha), solo hace énfasis en los síntomas y como tal pretende soluciones muy simples, por no indicar baladís. Antes que nada, que quede claro: el tema que origina las marchas es muy serio, al cual las más de las veces se le da el trato y la dignidad propia de una obra bufa.
Al grano, y por partes. En primer lugar, consideremos los distintos tipos de actores: los marchistas, que ponen “el pecho”; los medios, siempre “objetivos, prestos y pertinentes”; y finalmente, los “expertos” y los políticos desinteresados “siempre preocupados por el bien común, y por este tema, en particular”. En segundo lugar, los tipos de escenario: de un lado, la calle, la plaza y, de otro, el espacio para los políticos y los comentaristas o “expertos” en el tema. En tercer lugar, aunque representan el lado pasivo de la obra, resulta importante mencionar a las barras, al público, siempre “juzgando con criterio y cabeza fría”.
La puesta en escena: primer acto. Pancarta en mano, cachucha de ganga y silbato en la boca, los miembros del grupo “protestante” saltan a la calle a manifestarse contra un hecho en particular. Gritos a rabiar, silbidos, clamores de justicia, amén de una que otra consigna contra el establishment, y en general, un ruido farragoso, es lo que queda retenido fugazmente en la retina auditiva de uno que otro miembro del público casualmente presente. Además, en la calle y en la plaza la movilidad se ralentiza significativamente. También, si los editorialistas y mogules de los medios lo consideran, la marcha podría incluir algún reportero reconocido, lo cual, obviamente le daría alguna “altura” a dicho evento. Todo ello coronado con el alcance del ágora, el escenario mira, lugar de asamblea y expresión (… ¡pero no necesariamente de audición!). Sin embargo, como muchos otros actos, el evento cuenta con un punto de inflexión, a partir del cual la afluencia empieza a dispersarse, y el clamor concomitante a remitir. 
Segundo acto. Literalmente, con base en lo visto durante la marcha, los corresponsales y demás implicados en los medios realizan apresuradamente sus notas, no sin antes haber “entrevistado”, también, rápidamente a uno que otro experto en el tema, y uno que otro político oportunista (valga el pleonasmo).
Tercer acto. El público, que apenas si pone atención alguna a las noticias, ve la nota, y, al igual que el espectador ocasional de la marcha, difícilmente retiene algo de la misma. Por casualidades de la vida, a lo sumo relacionará el tema de la movilización con algún caso cercano o lejano, si es que logra reconocer el problema.
El caso con todo lo anterior, es que si bien son necesarios los constituyentes de la marcha (participantes “de a pie”, periodistas, “expertos”, y políticos), ninguno realiza un papel significativo que se oriente a solucionar o a apaciguar significativamente el problema que los aglutina. Los marchistas, por ejemplo, piden justicia, más sobre algo causado que sobre algo a eliminar, a prevenir: actúan en caliente, piden la cabeza del monstruo o los monstruos. Los periodistas apenas si entienden o están adecuadamente informados acerca de lo qué están redactando. Los “expertos” buscando cámara, ¡un momento de estrellato!, repitiendo cual si fuera un libreto, lo mismo de siempre. Los políticos pescando en rio revuelto, y ofreciendo soluciones anodinas, que bien las podría ofrecer un vulgar transeúnte. El televidente en lo suyo, es poco lo que le interesa: ve los titulares, escucha las primeras tonadas y, como de costumbre, aunque está presente está ausente. Todo un sainete.
Como experiencia personal, en el caso de la violencia de género, quien esto escribe no conoce marcha alguna contra el machismo que practicamos consciente o inconscientemente todos los colombianos, en particular las colombianas; contra las novelas que pasan los principales canales colombianos, novelas que abiertamente son machistas; contra la alcahuetería del madresolterismo. Complementariamente, tampoco marchas contra la mediocridad de los padres de familia y maestros implicados en la enseñanza de la juventud colombiana. Como siempre: los casos que nos asustan y nos “preocupan” son cuestiones que se solucionan con la remoción de “unas simples manzanas podridas”, y consideramos que todos esos casos son obra de unos pocos monstruos, de unos “desviados”, de unos alienígenas. Eso “nuestra sociedad no lo produce”; los que así lo dicen son apátridas, “que solo ven lo malo”, “que deberían irse”. En fin, la negación pueril.
Evidentemente, eso es lo que somos. Ofrecemos, si es que lo hacemos, soluciones fáciles para problemas difíciles: el mínimo esfuerzo. ¿Y quién no? El problema aquí es que al parecer no entendemos el principio del mínimo esfuerzo toda vez que con las soluciones pueriles, por no decir pusilánimes, que ofrecemos no logramos concretar una solución significativa, mientras que, por contraposición, además de dilatar el problema en el tiempo también lo hacemos en el espacio, en lo personal y en lo social, en el sentido de que la dificultad se agranda amén de derivarse nuevas y mayores contrariedades. En una palabra: nuestro facilismo nos condena al máximo esfuerzo, al esfuerzo sobre-humano, en tanto que nuestra caja de pandora continúa abierta de par en par. 
Claro, este tipo de actitudes frente a los problemas sustantivos no es endémico sino que también se evidencian en otras latitudes. Un caso altamente ilustrativo lo constituye el tema del calentamiento global, infortunio que en apariencia no solo elevaría el nivel del mar sino que modificaría la dinámica del ciclo del agua, con los consecuentes problemas que de ello se desprenden. No nos hagamos a… este problema no se soluciona con marchas. Estas son mediáticas, que bien deben rendir réditos importantes a sus organizadores y patrocinadores. El caso es que, si bien suena a clisé, problemas como estos requieren el concierto y concurso de todos y cada uno de nosotros, y las marchitas (en el pleno sentido peyorativo de la palabra) poco ayudan, salvo como bálsamo a nuestro complejo de culpa por hacer de este vividero un mega-basurero, y por servir, en el mejor de los casos, como medio de integración social y de hacernos sentir parte del mundo globalizado. En una palabra, las protestas en forma de marchas para la crítica de problemas sustanciales constituyen una representación extremadamente tóxica de una actitud mamerta, nada rigurosa, sectaria al facilismo y a la negación de la realidad.
Como resumen de lo anterior, lo que se pone de presente es que la mayoría de las marchas, salvo las que hacen parte del acervo folclórico y constituyen un mecanismo de integración social, son mucho ruido y pocas nueces. “Buche y pluma na’ma”. Son más una expresión que un instrumento para concretar logros; una forma de protesta social ingenua; una solución infantil, poco creativa. Esas marchas son espejismos de solución, cuya participación es propia y excusable en los jóvenes educados en y para “lo mamerto”. Aun más, existen unas marchas que exceden la payasada de la cual “las marchas contra la corrupción” constituyen el arquetipo por antonomasia. La explicación del por qué de esto es “auto-evidente”, e insultaría la inteligencia de cualquier lector “mayor de edad”.
Como juicio lacónico podríamos manifestar que la mejor forma de protesta social inicia con el cambio de actitud, hacia una posición más auto-critica y critica; proclive a programas y proyectos de largo plazo, no enfocada a hallar soluciones inmediatas. El resto es “pura paja”. 

sábado, 10 de octubre de 2015

La promoción de la incompetencia y de la injusticia distributiva: el mundo al revés


“[…] los miembros del legislativo que creen que las empresas son competitivas subsidiándoles su ejercicio, es decir haciéndoles su tarea, se equivocan de cabo a rabo, porque lo que terminan estimulando es un ‘empresarismo’ espurio, insostenible”. 
Por Carlos J. Barbosa
La reflexión que constituye el motivo de la presente opinión, se deriva de una noticia que se volvió titular y que alcanzó a tomar matices de escándalo. Evidentemente, se trata de la multa que estableció la Superintendencia de Industria y Comercio al gremio azucarero por “obstrucción a importaciones”. En principio, este hecho constituye el simple ejercicio del trabajo de la Superintendencia de Industria y Comercio.  Si bien hechos de esta naturaleza nos parecen ajenos cuando no distantes a los ciudadanos de a pie, nos incumben a todos, y nos conciernen toda vez que hacemos parte de esa “cosa” “abstracta” llamada Estado. Por ejemplo, ¿no le interesa al lector el Estado cuando le “meten la mano al bolsillo y le sacan” lo del I.V.A. en la caja del supermercado? ¿Cuándo le restan de su saldo el cuatro por mil en el cajero automático? Igual, las leyes que se hacen en el Congreso como la flexibilización laboral ¿no le afectan?
En particular, la decisión tomada por la Superintendencia de Industria y Comercio resulta muy ilustrativa acerca de cómo funciona una parte del establecimiento, y del porque los ciudadanos colombianos debemos implicarnos no solo para velar por nuestros intereses individuales sino también por el interés general, funcional a una sana y enriquecedora convivencia. Grosso modo, la multa impuesta por la Superintendencia de Industria y Comercio, en ejercicio de su misión institucional, se impuso en respuesta a unas prácticas contrarias al bien común, según las cuales las empresas armaron un cartel para evitar lo que debería ser inevitable, i.e., la competencia, todo lo cual redundó en daño al bien común, por cuanto afectó a todos los consumidores en la medida que, por ejemplo, redujo su portafolio de elección (en términos de precios y calidad), en especial a los de menores ingresos por cuanto sufragan una proporción mayor de su ingreso en azúcar. Por su parte, las empresas afectadas por la multa protestaron, ante todo por la cuantía: $320.000 millones. Al margen del monto de la multa, lo que se discute aquí no es la cuantía de la multa, sino la actitud y el ejercicio de una parte del Estado, que en teoría debe procurar por el bienestar general.
Aunque se considera que esto es un problema de derecho, en el cual si las empresas sienten extralimitación del Estado a través de la Superintendencia de Industria y Comercio, el caso debería ser llevado a los tribunales apropiados y ser dirimido en dichos espacios. Pero no. La cuestión que se resalta aquí y que constituye la esencia de la reflexión es que en su ejercicio consuetudinario una parte del establecimiento (en particular del legislativo), salió de modo precipitado a controvertir la medida todo lo cual envió a la sociedad señales contradictorias, amén de dar la impresión que hacemos parte de un Estado bicéfalo. En lugar de defender el consumidor colombiano, que debería tener acceso a mayor oferta y menores precios, salió a defender a los empresarios (que, según la Superintendencia de Industria y Comercio, se asociaron para evitar la competencia; esto es, se organizaron para capturar el mercado nacional y así mantener artificialmente mayores precios, y mayores rentas, todo a costas de los consumidores). Ante esto, surge una pregunta inevitable: si esto no es daño al bien común, entonces ¿qué es?
A lo anterior, se añade la inquietud de con qué criterios los legisladores practican su ejercicio, si en beneficio de un segmento de la población constituida por unos “empresarios” y, según se dice, de “sus” trabajadores, contra todos los consumidores, mediante una redistribución de recursos de los últimos hacia los primeros. El mundo al revés. No solo se le cargan impuestos sino que éstos se usan para hacerle daño al contribuyente (y al no contribuyente) en beneficio, y de manera injusta, de un segmento poblacional. En este caso ¿la población no está subsidiando tanto el empleo como las ganancias de los “empresarios” privados? ¿Dónde está el Estado colombiano según el cual éste está diseñado para “...servir a la comunidad, [y] promover la prosperidad general…” (Constitución Política, artículo 2)? ¿Está el Estado para subsidiar el empleo de un segmento de los trabajadores? Acaso, con este accionar ¿no se promueve la incompetencia de los “empresarios”, todo en nombre del empleo dentro de un segmento productivo incompetente? ¿Acaso una parte del legislativo está respondiendo de forma abierta a una clientela conformada por “empresarios”? ¿En manos de quienes estamos?
Se considera que el legislativo debería preocuparse por promover la competencia y la competitividad que, en últimas, aseguran un empleo estable y sostenible. Por ejemplo, preocuparse por estimular una educación pertinente y de calidad, que se refleje en unos puntajes decentes en las pruebas PISA. Sin embargo, sobre este hecho se subraya que los miembros del legislativo que creen que las empresas son competitivas subsidiándoles su ejercicio, es decir haciéndoles su tarea, se equivocan de cabo a rabo, porque lo que terminan estimulando es un empresarismo espurio, insostenible. Además, los legisladores en sus sabias decisiones deben saber que este tipo de intervenciones terminan afectando y distorsionando otros aspectos socioeconómicos, entre ellos el alto precio o el indebido uso de la tierra que se mantiene en las unidades productivas cuyos beneficios se obtienen artificialmente.
Con todo, los ciudadanos deberíamos estar más atentos acerca de cuáles son los “padres de la patria” que atentan contra nuestros intereses, posiblemente en beneficio de una determinada clientela, o por ganarse unos cuantos “coros celestiales” de potenciales electores. Como dicen en España, “hay que andarse con mucho ojo”, tenerlos en cuenta, y en lo posible publicitarlos en las redes sociales. De momento, es lo único con lo que contamos los ciudadanos de a pie, que poco contamos para ellos salvo en época de elecciones, al son de unas tonadas populistas y, en el mejor de los casos, de un pedazo de lechona.     

domingo, 13 de septiembre de 2015

Con quien nos quedamos “En manos de una clase política cicatera y de una parte del sector privado que a más de inepto, ha sido crónicamente su cómplice”


“En una palabra”
Por: Carlos Javier Barbosa Castañeda.

Dejemos el fetiche: Bogotá se construye a partir del ejercicio de la ciudadanía, no solamente participando en la “fiesta” electoral

El estado actual de Bogotá es lamentable en muchos aspectos, pero como diría perniciosamente alguna celestina: “podría estar peor”. Se supone que es una mega-ciudad y, que pese a esto, no cuenta con una infraestructura digna de su tamaño e importancia, de la cual la ausencia del sistema de transporte Metro constituye el ejemplo más conspicuo. A propósito, este último evento muestra la mezquindad más extrema de la clase política, de sus elites, y de la población en general (por ser pasiva y cuando menos por no mostrar actitud de agencia). En realidad, lo que ocurre es que todos somos culpables de la ciudad que tenemos; es un reflejo muy fiel de nosotros, no solo por acción (vrg., malas obras) sino por omisión (falta de exigir cuentas, de realizar control social). En una palabra: Bogotá es lo que es porque hasta ahora esa es la cantidad y calidad de ciudadanía y civilidad que tenemos los que vivimos directa o indirectamente de ella y dentro de ella. Con todo, esto no le quita la mayor responsabilidad a la clase política.    

Considero que el problema más importante y acucioso no consiste en incrementar la tributación (que posiblemente sea necesaria), sino que la dificultad más grande la constituye la falta de estadistas, de una clase política y de una elite que no solo cuente con una visión de Estado propia del siglo XXI, sino que además cuente con las cualidades morales, y la idoneidad que son necesarias; de una elite, de una clase política, que como clase no esté amarrada ni enmaridada con intereses particulares, tales como los que, asumo, han retrasado el establecimiento del sistema masivo de transporte Metro, por ejemplo. No de otra manera me puedo explicar la ausencia de este sistema toda vez que creo que las decisiones tomadas no han sido fruto ni cortesía de la estupidez personal de los tomadores de decisiones. En una palabra: el problema es más de gente que de plata. Mientras eso no ocurra estamos a merced del juego de los intereses mezquinos de unas fuerzas vivas alcahuetas, y de una clase “empresarial”, que en contubernio con la clase política mantienen privatizado o secuestrado indirectamente el Estado. En suma: se necesita no solo un gerente, sino un cuadro que además de ser efectivo y eficiente en la gestión tenga una visión de Estado, que esté a la altura de los tiempos.

No nos vengamos con más autoengaños: aquí ni los políticos con sus programas no efectivamente exigibles, ni ningún mesías (ungido o no), y menos aún un culebrero, nos van a salvar: si no lo hacemos nosotros, nadie lo va a hacer por nosotros, y por tanto va a seguir primando la inercia directiva, amén del jueguito de intereses económicos y políticos mezquinos, que quieren “administrar” la Ciudad como si fuera un negocio propio, que responde a una clientela propia, cuando los beneficiarios (y perdón por el clisé) deberíamos ser todos los “Bogotanos”, tanto de nacimiento como de acogida, y en general de todas las personas que aquí se radiquen.

Una manera de empezar podría ser proponer, desde la sociedad civil, la modificación de las reglas de juego para mantenerse en el ejercicio de alcalde. La cuestión consiste en fortalecer los mecanismos de rendición de cuentas, tanto en lo que tiene que ver con la eficacia, como en su eficiencia. En una palabra, reformar las maneras de poder exigir resultados, de exigir que se cumplan los objetivos propuestos en las respectivas plataformas políticas. Asimismo, otra manera de cambiar consistiría en fortalecer los mecanismos de educación, diferentes a las entidades formales de rendición de cuentas, más allá de las veedurías, contralorías y demás. Cuando hacemos referencia a la educación no hacemos referencia a la enseñanza escolar sino a los medios que influyen en la construcción de cotidianidad, de ciudadanía, tal como lo podría ser buscar la independencia del Canal Capital, para que este medio sirva a los intereses de la Ciudad y no funja como una simple oficina de prensa, o de manejo de imagen de la autoridad de turno; de un Canal que ayude a educar más acerca de que es lo importante para la Ciudad, que ayude más a cultivar en la exigencia de resultados y el rendimiento de cuentas, por ejemplo.

En realidad, es difícil creer que con nuestra institucionalidad (legal y consuetudinaria) llegaremos muy lejos. En razón a este hecho debemos tomar el camino propositivo; empezar por algo, pero importante; algo que esté al alcance de la sociedad civil, que no dependa de la clase política (que no ha estado a la altura de la responsabilidad y poder que se le ha asignado). Una manera de hacerlo consiste en proponer reformas de rendición de cuentas, de cumplimiento de promesas electorales, y de ajuste de los recursos de la Ciudad en la construcción de ciudadanía (tal como sería el caso de la nueva misión del Canal Capital, por ejemplo). Tengámoslo bien clarito: la Ciudad es de todos los colombianos que aquí vivimos; de nosotros depende su desarrollo, su participación e importancia dentro del concierto global, y de que no se mantenga semi-privatizada en manos de una clase política cicatera y de una parte del sector privado que a más de inepto, ha sido crónicamente su cómplice.    

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