Editorial fundación FINDESE
A modo de reflexión
Por: Carlos Barbosa
Colombia es un país que en términos sociales ha estado crónicamente mal (la desigualdad 0,54 de GINI, la pobreza, 42,5% en 2020; la inseguridad ciudadana y la violencia crónica también lo han evidenciado secularmente de forma conspicua; igualmente, han sido problemas socioeconómicos y culturales la discriminación étnica y social). Recientemente, también el estallido social de abril de 2021 ha dado fe de lo anterior. En términos económicos la situación ha sido muy regular si bien los precios del petróleo dieron una buena mano hasta el año 2016 (y hoy a 2021 los del café, y algo el repunte de los precios de petróleo, pero, igual, no alcanza). Empero, se siguen exportando bienes y servicios de poca variedad y poca sofisticación (claro, también en poca magnitud). Con todo, en Colombia hay una máxima que es verdadera: mientras que a la economía le va bien, al país no tanto, pero cuando a la economía le va mal, al país le va mal, tal vez muy mal (recuerda lo señalado por representantes de un gremio hace ya varios decenios). Peor aún, en términos ambientales, en Colombia la deforestación sigue rampante, no solo por efectos de los cultivos ilícitos, sino también por la apertura de espacio para la ganadería (y para un nuevo latifundismo), así como para la apropiación de tierras baldías, ello sin descontar los efectos de la minería ilegal en la seguridad ciudadana y poblacional, y en el medio ambiente. (Claro, mucha minería legal también ha tenido y tiene efectos sociales y ambientales negativos que son encubiertos con el sofisma del desarrollo y del crecimiento económico). Lo anterior sin descontar las privaciones de esas economías de enclave, que ningún desarrollo ni valor agregado dejan a las personas, ni a las respectivas comunidades en las concomitantes áreas de asentamiento; recordar el caso de las bananeras). Demás está señalar que en muchos (¿en todos?) territorios reina en diversos grados el clientelismo (el cacicazgo, y el nepotismo) habida cuenta la falta de una atención institucionalizada por parte del Estado a un segmento poblacional de menesterosos (claro, también sin menoscabo de la corrupción a todos los niveles y de todas las formas). Grosso modo, este es el panorama cualitativo reciente de Colombia aunque los medios no dejen de subrayar el “impresionante” crecimiento económico (más nominal que real y cuya base de comparación es el nefasto 2020), cercano al 10% en 2021 (muy seguramente sin jalonar considerablemente el empleo de calidad ni una mejor redistribución del ingreso; pese a ello, peor es nada).
Según lo anterior, existe un entramado de problemas y dificultades que es preciso empezar a resolver, no pensando que en 4 u 8 años estarán resueltos, sino que se trata de un ejercicio y un deber que debe ser continúo y que supone la participación de toda la población mayor de edad (si no hay tal, ni modo). Por su parte, respecto a este punto, aquí se considera que la resolución de estos problemas supone una política de Estado, no de gobiernos, y de la sociedad, lo cual implica reconfigurar continuamente la estructura del poder tanto político como económico (algo contra de lo cual se van a oponer los grupos privilegiados y beneficiados con las diversas prerrogativas que tienen del Estado y de la misma sociedad). En consecuencia, a continuación se señalan grosso modo algunas cuestiones inmediatas y mediatas que representan problemas que deben ser abordados.
Se sabe que Colombia es un país con bajo nivel, porcentaje (dentro del PIB) y diversidad de exportaciones, todo lo cual implica gran volatilidad de la tasa de cambio frente a las vicisitudes de los mercados internacionales, en particular en lo referente al precio de los bienes (commodities) y servicios exportados, hecho que por lo demás afecta considerablemente la economía, y por supuesto el empleo (tanto en cantidad, calidad como estabilidad, ello sin menoscabo de las condiciones laborales de las personas). En una palabra, la baja competitividad de Colombia en los mercados internacionales significa alto valor de la tasa de cambio, alta volatilidad de la misma, posible incremento de la inflación (y tasas de interés) así como significativa vulnerabilidad de la economía (reducción de niveles y participación del empleo, ello sin dejar de tener en cuenta los impactos en la calidad del empleo).
Por otro lado, también descuella el hecho referente al valor del dólar alrededor de 4.000 COP en el año 2021, todo lo cual también ayuda a incrementar la inflación (y las concomitantes tasas de interés; probablemente el dólar siga subiendo; habrá que esperar después de los resultados definitivos de las elecciones presidenciales para ver si estabiliza un poco). El caso es que un dólar tan alto afecta negativamente el precio de los productos intermedios, las materias primas y el valor de los bienes y servicios imprescindibles en el país. En ultimas, el dólar alto supone mayor inflación y por tanto la afectación en los ingresos de las personas; en particular se ven afectadas las personas de más bajos ingresos, lo cual incide negativamente en el bienestar socioeconómico.
Por supuesto, lo anterior incide negativamente, entre otros, en el fisco nacional habida cuenta la volatilidad y posibles incrementos de la deuda pública en dólares, así como los concomitantes efectos en la capacidad de gasto e inversión pública, sobremanera la orientada a los proyectos claves de infraestructura así como a la inversión social (erogaciones en salud y educación, por ejemplo). Claramente, la incidencia de la baja competitividad en la magnitud y calidad del empleo se manifiesta en la capacidad de generación de ingresos, como también en la lucha contra la pobreza, sobre todo contra la pobreza extrema (y lo que ello conlleva tal como el hambre, la desnutrición y las concomitantes enfermedades, en las personas de más bajos ingresos. Se subraya, el hambre, la desnutrición, etc., afecta los derechos humanos).
De nuevo, frente a los problemas inflacionarios que se cree se avecinan, se señala que la segunda semana de diciembre de 2021 fue establecido el salario mínimo en Colombia en 1’117.772 pesos colombianos (COP), lo cual representó un aumento del 10,07% frente al salario del año inmediatamente anterior (un incremento extraordinario, tal vez muy populista). Tal incremento fue establecido de forma unánime entre los gremios de la economía, representantes de los trabajadores y empleados sindicalizados, y el Gobierno nacional, sin la realización de las tradicionales discusiones de fin de año. En realidad, tal decisión tiene más un tufo político que ser el resultado de exámenes técnicos, y por supuesto de un pulso político (que también es parte habitual de dicha determinación). Empero, dicho calor y efervescencia momentánea traerá consecuencias en la economía, tal cual lo señalan diversos expertos en el tema. Y aunque se puede pensar que con tal crecimiento de la economía este aumento es justificado (pues el tamaño del pastel no solo se recuperó sino que creció levemente, además de los ajustes propios por la inflación de 2021), lo cierto es que esto puede ayudar a incrementar la inflación (y todo lo que esto conlleva tal como el incremento en las tasas de interés) además de fomentar la informalidad económica y laboral, entre otros. Igualmente, puede incrementar la brecha entre los ingresos salariales de los empleados formales y el de los informales.
Al respecto, debe observarse que la pobreza (magnitud y proporción) es bastante volátil en la medida que existe una gran franja poblacional bastante vulnerable a esta, así como también otra franja poblacional vulnerable (dentro de los pobres) a la pobreza extrema, ello sin descontar las personas que experimentan pobreza (moderada o extrema) de larga duración. Frente a esto, se señala que la lucha contra la pobreza va más allá del incremento de subsidios (que son importantes) y más allá de programas o intervenciones públicas que suponen incrementar el empleo artificialmente (sin referencia a incrementos sostenidos y efectivos de productividad e innovación, por ejemplo).
Al respecto, aquí se considera que la atención y lucha contra la pobreza, la desigualdad, inequidad y exclusión social es una cuestión de política de Estado, no un asunto de periodos de Gobierno (políticas cuatrienales), atención que pasa por establecer políticas económicas de muy largo plazo (lo que implica, entre otras, tocar intereses de poderosos agentes económicos con grandes prerrogativas), de realizar ajustes institucionales considerables, lo cual implica una reconfiguración de las estructuras del poder (proverbial es el lobby continúo que hacen los grupos económicos de mayor peso en el Congreso, además de su incidencia mucho menos visible en el Ejecutivo). También la lucha contra la pobreza demanda el concurso de toda la sociedad, aunque el Estado, en teoría, somos todos, somos la sociedad. Por supuesto, ayudar a erradicar la pobreza extrema (y de paso cumplir efectivamente con al menos uno de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030) también pasa por luchar contra la cacareada corrupción (la cual fue votada en Consulta Popular realizada en agosto de 2018 por poco menos de la tercera parte de los potenciales votantes, lo cual es una impresión representativa, tal como aquí se considera, que a una gran proporción de la población poco le importa el problema, aunque en las encuestas reiterativa y continuamente se señale cínicamente que es prioritaria la lucha contra la corrupción).
Por todo lo anterior, pensar en logros considerables contra la pobreza (más allá de sacar pobres y volverlos clase media vulnerable a la pobreza que al menor remezón de la economía vuelven a caer en la misma), supone una continua restructuración institucional, una continua reconfiguración de la estructura del poder (económico y político, por ejemplo), una mayor participación democrática (de los jóvenes, de las mujeres, de los grupos étnicos –afrodescendientes e indígenas- mayor participación de los habitantes de las zonas secularmente excluidas). Lo otro, es considerar cómo se hace presencia del Estado más allá de lo militar y de unas cuantas beneficencias ocasionales en los territorios periféricos y olvidados, ello con el fin de ayudar a mitigar e ir reduciendo paulatinamente la inseguridad y la concomitante violencia, entre otros.
Así las cosas, nadie se puede llamar a engaños acerca de un cambio positivo, considerable, efectivo y sostenible en el tiempo en la medida que unos grupos de poder afincados secular y/o crónicamente, va a modificar sustancialmente el rumbo que lleva el país. Frente a ello, se considera que la situación va a seguir siendo similar, solo que con diversos matices, en tal sentido Colombia seguirá siendo una tierra de pocas y desiguales oportunidades. Probablemente siga imperando el clientelismo, el amiguismo y el personalismo en la política, entre otros (ah, también el nepotismo). Claro, como no, cierto maridaje entre los grupos de mayor poder económico y los agentes del Estado, todo lo cual hace que la situación y condiciones sigan siendo similares. Se seguirán aplicando las mismas fórmulas ortodoxas, las que no llevan sino a más de lo mismo. Ante esto se destaca que el marasmo social y económico correspondiente tenderá a seguir repudiando a las clases políticas, tanto las de viejo cuño como las recién establecidas, y por lo tanto seguirá existiendo el caldo de cultivo para la prolongación del populismo, tan arraigado en estas tierras (se seguirá votando por uno que otro advenedizo, ajeno al establecimiento). Correlativamente, se va seguir prolongando no solo la atención de las necesidades más urgentes sino también las más relevantes de los segmentos más vulnerables de la población lo cual los mantiene en calidad de caldo de cultivo para el clientelismo (otra práctica definitoria de la “personalidad” del sistema político latinoamericano, en particular del colombiano: más tejas, bultos de cemento y tamales para los más urgidos dentro de los urgidos, en vísperas de elecciones para corporaciones públicas).
Por ahora, la conclusión es que no se considera que la sociedad colombiana cambie; por lo menos no antes de una generación (20 o 25 años). Seguirán los mismos con las mismas (con sus familiares, amigos y uno que otro testaferro); ah, y claro, los cínicos que no votaron contra la corrupción pero que la citan como el principal problema seguirán siendo una magnitud protuberante (tanto en nivel como en proporción). Solo discurso, de parte de los notables y de gran parte de la sociedad, cuyos miembros en últimas parecieran servir de calanchín a los agentes poderosos que abusan del poder, y, lo peor, que impiden un mayor y mejor nivel de desarrollo. Por ahora, las personas que de verdad hacen algo por que Colombia sea una sociedad mejor son una inmensa minoría (y menor aun su visibilidad); pero que las hay, las hay.
Feliz 2022
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