Nuestra impasividad ante los desvaríos del Estado



Resulta imperativo reconocer la situación y condición tan seria de la cual somos artífices y victimas. Por ello, sin entrar en mayores detalles, tenemos que tomar en cuenta que una característica cardinal desde el momento mismo de nuestra constitución como país es que se ha preservado el esquema de jerarquías que nuestra clase criolla recibió de sus ancestros y de los peninsulares

Por Carlos Javier Barbosa C.
Febrero 25 de 2016
Antes que nada convendría llamar la atención sobre la situación socioeconómica colombiana dentro del concierto internacional. Para hacerlo aquí acudimos sencillamente a las cifras del Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (2013). Para los no iniciados, este es un índice compuesto que tiene en cuenta los indicadores económicos de cada uno de los países analizados, además de otros índices sociales, tales como la tasa de alfabetización, etc. En términos generales, se señala que durante 2013 nuestro país ocupó el puesto 98 dentro de un total de 187 países. Es decir, en términos ordinales estuvimos ligeramente por debajo del puesto central de los países examinados. En relación con nuestros vecinos, nuestra situación relativa no nos ofreció mucho espacio para la presunción. En particular, salvo el caso de Ecuador que quedo en igual puesto que nosotros, fuimos superados por el resto de vecinos: Perú (82), Brasil (79), Venezuela (67) y Panamá (65). Complementariamente, dentro del concierto latinoamericano de lengua castellana, que sería nuestro referente cultural más próximo, si bien superamos a Republica Dominicana (102), Paraguay (111), Bolivia (113), y al resto de países centroamericanos (excluida, claro está, Costa Rica que ocupó el puesto 68, y la ya mencionada Panamá), la comparación con Méjico y Cuba nos enrostra lo rezagados que estamos, y ni que decir cuando hacemos lo propio con los países del cono sur.
Ahora bien, visto lo visto, si hemos de objetar nuestro tradicional parroquianismo, hay que advertir que nuestra situación de desarrollo humano dentro del concierto internacional ciertamente no es la más envidiable, por lo menos no dentro de los estándares internacionales. La verdad es bien otra, y aquí se considera que el puesto 98 está más acorde con los berenjenales que “cultivamos” que con la imagen que una y otra vez se quiere vender del país. De hecho, aunque resulte lamentable señalarlo, lo que tenemos para mostrar de gran talante ante el mundo tiene muy poco de manufactura nuestra, razón por la cual nos toca acudir a las maravillas que nos ha dado la naturaleza; el resto, sin talante peyorativo alguno, es costumbrismo, chauvinismo. Decididamente, lo que deslumbra al extranjero que viene a Colombia es más la flora y la fauna autóctonas, amén de considerar una eventual visita a determinadas comunidades indígenas –vrg., por una razón arqueológica-, que por ejemplo contemplar alguna obra artificial esplendorosa de orden global. El punto aquí es que nuestra situación en el orden internacional, o cuando menos en el regional, no es la mejor, y menos aun con los problemas que tenemos que afrontar los colombianos de a pie, dificultades que a golpe de pluma e imagen quieren disimular, bien de forma ladina o de forma abierta, los profesionales de la publicidad, aunada a la actitud de los medios, escasamente críticos, que una y otra vez se empecinan exclusivamente en mostrarnos lo bellos, buenos y amables que somos; en teoría, nuestro mejor perfil: ¿y el resto?   
Para empezar, las noticias acerca de casos conspicuos de corrupción al interior de entidades del Estado, la muerte de niños indígenas extremadamente desnutridos, por citar dos ejemplos de actualidad, muestran que aquí ocurre tediosamente lo mismo, y que a la vez ¡no pasa nada! No hay cambio, no hay justicia (al menos de calidad), no hay equidad… ¡No pasa nada! En dicho sentido, lo mínimo que podría preguntarse uno como ciudadano es: ¿Por qué no hay cambios significativos? ¿Por qué con la tecnología del siglo XXI se siguen muriendo de hambre los niños más pobres? ¿Razones políticas y no tecnológicas?
Lo anteriormente dispuesto se realizó simplemente para declarar la desconexión o aberración entre la imagen que hacen los medios de lo que somos, los problemas tan monótonamente similares, detestablemente crónicos, y el trivial tratamiento de los mismos por parte de los medios (más sensacionalista y difícilmente educativo). Igualmente, se pretende llamar la atención acerca de los problemas que persistentemente forjamos y no logramos superar. Con todo, la búsqueda de la solución a dichos problemas es no delegable en la medida que nos ha afectado crónicamente a todos, directa o indirectamente y de muy mala manera. Es decir, no se trata de problemas menores, a los cuales se les pueda seguir otorgando la dignidad propia de un sainete ante la impertérrita mirada nuestra.
En realidad, resulta imperativo reconocer la situación y condición tan serias de la cuales somos artífices y victimas. Por ello, sin entrar en mayores detalles, tenemos que tomar en cuenta que una característica cardinal desde el momento mismo de nuestra constitución como país es que se ha preservado el esquema de jerarquías que nuestra clase criolla recibió de sus ancestros y de los peninsulares. Sin ir más lejos, debe recordarse que la torta, hasta ese momento en poder de los peninsulares (ladinos, segundones, conspicuos y, por supuesto, soberbios) no fue repartida por igual para todos los participantes de la gesta libertadora, y menos para los que no hicieron parte de ella, pero en cuyo nombre también se protagonizó. De hecho, la gente de bien constituida por los criollos y los nuevos “arribados”, i.e., mestizos que “pelearon” hombro con hombro junto al libertador, se repartieron la “parte del león”; el clero, obviamente, también obtuvo su justa participación. El control del Estado, por supuesto, quedó en manos de las altas jerarquías, criollos y milicia: “no iba a quedarse en manos de la muchedumbre que poco o nada sabe de autogobernarse”. La educación, de conformidad con los aires de la época, quedo en manos de la autoridad sacra. (Claramente, dentro de nuestra narrativa clásica que exalta gran número de próceres, doctores y demás, la población mestiza, indígena y afro-americana, no fue trascendental para la constitución del país).
El problema con lo inmediatamente anterior, no fue tanto el mal reparto original, que en último término resultó ser un mal menor comparado con la preservación y aprendizaje tanto de las licencias peninsulares, como de las locales. De forma más relevante, lo fueron las pésimas relaciones sociales, de servidumbre y autoritarismo que pervivieron entre los pocos que accedieron a la torta original y al control del Estado, y el resto de la población, todo lo cual acaeció dentro de un relativo aislamiento local y mayor en el ámbito internacional, situación que a la sazón no resultaba tan extraña. En particular, el muy limitado desarrollo del mercado, en el caso urbano; la disposición del campo en feudos, con su concomitante estructura servil, en manos de una “nobleza” rural, asistida por uno que otro “hidalgo”; la secular privatización del Estado por parte de unas elites, que extraen lo más y procuran lo menos para los más; una educación confesional poco proclive a la ética del trabajo y del ahorro, al cuestionamiento de la autoridad, o a la investigación científica, representaron originalmente los factores comunes a la modelación de eso que se ha dado en llamar “la colombianidad”. Ha primado lo político (i.e., las relaciones de poder principalmente materializadas en clientelismo y violencia) sobre las relaciones de mercado; ello sin contar el poco o ningún valor dado a lo científico o a lo tecnológico: “que inventen ellos”.
Asimismo, otra característica particular de la formación colombiana durante gran parte de su historia ha sido el sello confesional, instaurada por el clero. De forma general, la evangelización-educación de la población colombiana ha sido recibida en gran medida mediante las homilías celebradas periódicamente. Así se nos ha criado en el respeto por el respeto, y no en evitar el irrespeto para con los interlocutores, en el tabú del cuestionamiento a la autoridad, en la jerarquización, en el respeto por las liturgias, los ritos y las formas, en la naturalización del statuo quo, vrg., tal como hoy es “natural” considerar los derechos de las minorías o inclusive de los animales. Como corolario de lo anterior, la educación formal también se proveyó a través de claustros parroquiales y universidades clericales, por ejemplo. Uno de los colaterales de este tipo de educación, aunque no todo achacable a ella, es que las personas tienden a tener menos autoconfianza  y, por extensión, a creer menos en los otros, incluida su propia parentela. Del mismo modo, habida cuenta de contar con pocas proezas alcanzadas, tienden a creer más en la suerte, en una manito de la Divina Providencia. Aunque no se crea, se considera que es un problema mayor. En una palabra, a optar por una actitud pre-moderna y desestimular la movilidad social. De ahí, más la importancia a las heredades, a la comodidad, a la estabilidad laboral, al temor ante el cambio social, a embarcarse en una empresa, económica o no, y en ultimas a mostrar o exigir actitudes paternalistas.
La afirmación de que Colombia es un país de abogados, tiene su razón de ser en el hecho de que ciertas profesiones liberales se consideraron profesiones de estatus y prestigio, además de la medicina. En particular se destaca que el cultivo en las áreas del derecho, en las humanidades, y en letras ha sido un rasgo atávico que ha caracterizado la formación de las elites colombianas. Bien se podría asociar esta proclividad al hecho de que en Colombia, por ser país un donde han primado las relaciones de poder sobre las demás, los abogados han sido más imprescindibles para el funcionamiento del Estado y de su relación con el resto de las elites que, por ejemplo, los servicios de personal con  formación tecnológica, y o científica para los cuales poca o ninguna demanda realiza el mercado, por ser prácticamente inexistente. En cambio el gusto por las ciencias, por ejemplo, las formales ha sido prácticamente nulo.
Al margen de señalar que como en muchos otros lugares, nuestro salto a la palestra del comercio internacional lo permitieron productos básicos, representados en café y oro, entre otros, la actitud de nuestras elites continuó siendo la misma por más viajes que hicieran a Europa o por más doctas en letras que fueran. En realidad la actitud de la elites criollas era parecida a la del ancien régime francés en tiempo de la emergencia de la burguesía, preocupada más por sus modos de vida, por sus medias de seda, sus obras de arte, vinos, especias y pianos, que por implicarse en la renovación de una arquitectura institucional acorde con la era del capitalismo industrial. Igual ya tenían lo suyo. ¿Qué les preocupaba? Preservar el statuo quo.
La cuestión con todo ese legado es que estamos atrapados en una dinámica que nos ha dejado unos resultados muy deletéreos. Es algo parecido al que se mete en malos pasos y después no se puede salir de ello, a resultas de que dicho sujeto y los suyos terminen en una situación lamentable. En dicho sentido, por cuestiones culturales e históricas hemos generado muy poca riqueza, muy poco capital tanto físico y, ante todo, social, hecho que contrasta con la riqueza tan pletórica en casi todo tipo de recursos que ha ofrecido este territorio. La verdad sea dicha, se ha tratado de un país donde la fuente principal de “creación” de riqueza ha sido el Estado, en cuyo caso, lo habitual ha sido que el acceso a la riqueza, efectiva y significativa, se haga por la vía del poder político, y en mucha menor medida por la económica. Nos hemos acostumbrado a que la riqueza grande viene de la mano del Estado, y poco se ha hecho por el estimulo, desde lo cultural y del capital social, a la iniciativa privada.
Como resultado de lo anterior, por ejemplo, nuestra poca experiencia en liderazgo empresarial, en el sentido de autoridad propia, y por qué no, en la ambición, algo difícilmente experimentable mediante la lectura de libros de auto-ayuda, o grandes best sellers como recomiendan los mercachifles de los medios, todo lo cual, posiblemente, nos hace reacios a tomar partido en los negocios, a procurarnos más la independencia, y a desarrollar el sentido de la cautela y la confianza cuando creemos tener una oportunidad de ganancia. Estos efectos son cuestiones sustantivas, que dependen más de la educación en su pleno sentido, de lo cultural, de la sociedad, razón por la cual en el más de los casos, las imprecaciones y demás hechas contra los casos de marras, así porque sí, en particular por parte de la intelligentsia, sin ofrecer al lector no especializado, ni “intelligent”, la contextualización un poco del porque del statuo quo heredado, quedan por fuera de lugar. Suena a clisé pero es la verdad, los individuos son producto de su medio, de su record, al igual que Robinson Crusoe cuando llegó con su tecnología y sus “instituciones” a la isla que lo albergó; éstas eran de su cultura, de su sociedad.
En suma, no se nos debe hacer raro la razón por la cual Colombia es un país de parroquial, autoritario e intolerante, resignado, si se quiere, condescendiente con la autoridad, yerre ésta o no. Un país donde por efectos de la obsesión de los peninsulares por el linaje y luego por los criollos (si bien más por evocación), se desarrollo el complejo de inferioridad cultural y racial, impuesta por unos y asimilada (naturalizada) por los otros: “… tiene rasgos de noble”, o “…qué tan indio el…”. La prueba está, también, en que somos altaneros con el de abajo y sumisos con el de arriba; poco dados a reclamar nuestros derechos, pues preferimos que sean pisoteados a tener que pasar por la infame vergüenza del escándalo. ¡”Ábrase visto! ¿Cuándo se ha visto a un noble haciendo escándalo por semejantes nimiedades? Eso es propio de la plebe”.
Finalmente, ahí están los resultados: se ha desarrollado todo una red de conexiones entre el Estado (cada una de sus tres ramas) y buena parte del sector privado. Parte de dicho entramado se evidencia en la contratación que se celebra entre lo oficial y lo privado; las sentencias de los grandes magistrados, con sus pensiones e indemnizaciones de fabula, que todos tenemos que trabajar para pagar; las leyes que nos salvan de los abusos de los bancos y las empresas de telefonía celular, por ejemplo; del ejecutivo, “que no tenía conocimiento de ciertos abusos, pero que ya se pone al tanto de la situación”. En concreto, lo que es lugar común para los ciudadanos de a pie es una novedad para el Estado, y para los medios, si es que hemos de juzgar por el escándalo con que tratan los hechos, dándoles cariz de algo novedoso.
No se niega, es posible, que algunos negocios salgan bien y sean lícitos moral y legalmente entre el Estado y una porción del sector privado, pero otros salen mal y otros terriblemente mal. En este sentido, no solamente se usa el Estado para ayudar a generar riqueza, legal pero inmoral en la medida en que es amañado el procedimiento, sino que se desestimula la competencia, y el uso pleno y eficiente de los recursos escasos, en particular la mano de obra. Se desmotiva y estropea el desarrollo del sector productivo y las relaciones sociales; en parte se estimula la delincuencia y todo lo que viene con ella. También se ve como es usado por los gremios económicos para que se legisle a favor en la medida que se piden ayudas, dizque para ayudar a desarrollar un sector productivo, eternamente infante, y poco competitivo, en forma de subsidios, de créditos blandos, etc. Ni que decir de los recursos orientados al gasto social atrapados por el cacicazgo provincial y local, utilizados para fines electorales.
En fin, lo que pasa no es producto de unos cuantos individuos aislados que se portan mal, que “cometen errores”. Es producto de nuestra institucionalidad, criada en el autoritarismo, la obediencia ciega, la poca competencia, donde las elites, grandes y pequeñas pelechan del Estado, en forma de contratos (no abiertos a plena licitación), en forma de nomina, sin atender a la probidad y eficiencia de lo contratado. Los niños que sean muerto de hambre, que de lejos deben ser muchos más, pero que han “boleteado” al Estado son los que han tenido eco mediático. Y claro, “ya se impartieron las respectivas órdenes para que se apersonen del caso”. No nos vengamos a cuento, esto funciona así por la propia dinámica legada y preservada por todas y cada una de las generaciones que han pasado. Los grandes avances, los significativos, en el bienestar material, en las relaciones sociales, han venido de la mano de la ciencia, de la tecnología, bien en forma de vacunas, bien en forma de sistemas operativos informáticos, bien en forma de telecomunicaciones más agiles, etc. Han venido de fuera. Otra cosa es que inevitablemente han permeado Colombia. Por el contrario, los daños que le achacan a la ciencia eso sí que es decisión política. Si fuera por los políticos no tendríamos nada. No vengan a reclamar milagros con avemarías ajenas. Lo poco que tenemos, los avances nos los ha dado la ciencia y la tecnología, que son las que a su vez han hecho “cambiar” a la brava a los políticos.
En conclusión, la solución arranca por nosotros en la medida en que nos apersonemos y dejemos de estarle delegando asuntos fundamentales de nuestro bienestar a estas personas tan probas, capaces y honestas, que se preocupan por nuestro bienestar sin más, “sin exigir nada a cambio”. De todas maneras es hora de que nosotros cambiemos de actitud hacia los problemas que nos aquejan a todos o a una parte de todos. Una base es considerar que lo políticos nunca van a cambiar, que el establecimiento sigue preocupado por lo suyo, y que nos toca asumir, no delegar, estos problemas aquí y ahora. En dicho sentido, como alguna vez indicó un gran poeta antiguo: si no soy yo ¿entonces quien? Y si no es ahora, ¿entonces cuando?

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