La modernización y nuestra arraigada actitud Procrustiana[1]


¿Por qué no ha logrado arraigar una actitud moderna en nuestra sociedad? …porque hemos recibido y reproducido una herencia y una tradición autoritaria, que no permite el cuestionamiento ni la argumentación y menos aún pedir la rendición de cuentas a nuestros superiores, gobernantes, maestros, señores o patrones.

Por Carlos Javier Barbosa C.

En la actualidad, la modernización de las sociedades no es una opción: es una imposición. Es un acto de supervivencia. Sociedad que no se moderniza continuamente corre el riesgo de ser marginada, de no poder integrarse al mercado global. La modernización hace parte de la racionalidad económica toda vez que se asocia con el aumento de la productividad, de la capacidad de competir, de ganar mercados o al menos de no perder los que se tienen. También, se asocia con el mejoramiento de las condiciones materiales, con un aumento de la utilidad de los bienes y de los servicios, es decir, se inscribe dentro de la ética del utilitarismo, sacro evangelio de la modernidad: lo útil como correspondiente de lo que vale la pena considerar; la utilidad como guía de mi accionar por oposición, vrg., a una supuesta conciencia abstracta que me indica qué es lo bueno y qué es lo malo. (Lo que se expone a continuación es una sucinta reflexión acerca de los modestos resultados del proceso de modernización y del por qué de sus fallas). 

Como tema, la denominada modernización es un asunto vigente, pertinente, toda vez que es un tema transversal que influye la generación de riqueza, la disminución de la pobreza y la retribución de los factores productivos. En Latinoamérica, y en Colombia en particular, los procesos de modernización no han mostrado los resultados tan positivos en materia económica que se han evidenciado en países de otras regiones del Globo, como en algunos del sudeste asiático (Taiwán y Singapur, por citar un ejemplo). Estos hechos han llevado a que se examinen una y otra vez las condiciones y situaciones que posibilitan una modernización exitosa. En unos casos se ha señalado hasta el tuétano que la parquedad de los resultados se debe a que la modernización se ha realizado sin modernidad; en otros, que la modernización se ha hecho a medias. En casos más extremos se ha manifestado que nuestro atraso es el resultado de una subordinación económica y tecnológica respecto a los países más avanzados, hecho que está materializado en una acentuada división internacional del trabajo: nosotros, los rezagados, exportamos materias primas y sombreros volteaos en tanto que ellos, los avanzados, nos venden bienes y servicios con un alto componente de valor agregado (i.e., la Teoría de la Dependencia).

El relativamente bajo valor agregado de nuestras exportaciones y el concomitante tipo de bienes y servicios que predomina en nuestro intercambio con el resto del mundo ha terminado exhibiendo la debilidad de nuestros términos de intercambio. Como es de dominio público, en el corto plazo reciente el precio del dólar experimentó un incremento abrupto por cuenta de la reducción de ingresos derivados de nuestras exportaciones (léase, una caída aguda de los ingresos petroleros). Empero, los medios de comunicación que tanto han subrayado este hecho rara vez han ofrecido una historia menos deficiente, más contextualizada y ¿por qué no? más pedagógica, acerca de las razones de fondo que han incidido en el repunte tan agudo de la tasa de cambio. Difícilmente narran que la mayor proporción del valor de las exportaciones colombianas (FOB-free on board) proviene de productos primarios: básicamente nuestro grueso de exportaciones ha estado constituido por este tipo de productos, los cuales han representado recientemente entre un 65% y un 83%  del valor total de las exportaciones: de ahí los vaivenes de la tasa de marras (datos 2005-2012, Anuario Estadístico CEPAL 2013). Así las cosas, el valor de nuestra tasa de cambio ha dependido preponderantemente de los términos de intercambio de los  frutos de la tierra, del suelo, y como tal ha estado sujeta a las vicisitudes propias del mercado de bienes primarios: nuestra tasa de cambio al garete. En una situación similar, nuestros vecinos más cercanos tampoco se han librado toda vez que han sido al menos tan dependientes de las “rentas del suelo” y de los “frutos de la naturaleza”,  como nosotros, todo lo cual nos ha afectado negativa y mutuamente habida cuenta de ser importantes socios comerciales.   

¿Por qué nuestro comercio externo depende tanto de los frutos de la tierra? ¿Por qué no exportamos valor agregado, producto de nuestra mente y nuestras manos? ¿Por qué los resultados de nuestros indicadores de desarrollo humano son lo qué son y no otros, es decir, mejores? Parte de la respuesta a estos interrogantes está relacionada con el grado de modernización y estructura del aparato productivo, las actitudes empresariales, y el grado y forma de la injerencia del Estado en la economía y en la vida de los ciudadanos. Para empezar, la modernización incide en el grado de eficiencia con que se producen bienes/servicios, y la estructura del aparato productivo define el tipo de competición que se práctica: a) competencia en el sentido tradicional (se compite contra productos similares-en calidad y/o precio-); b) competencia practicada sobre la base de producir nuevos productos y/o realización de los mismos bienes/servicios mediante nuevos procesos. Las actitudes empresariales, por su parte, reflejan la ambición de la burguesía local acerca de la conquista y/o consolidación de nuevos mercados. El grado y forma de injerencia del Estado hace referencia a las políticas de promoción del desarrollo del sistema productivo colombiano, al tratamiento del capital y del trabajo, medidas que en nuestro país se han realizado mediante la acción conjunta de varios ministerios, conspicuamente a través del Ministerio de Desarrollo, Ministerio de Comercio Exterior, Ministerio de Trabajo o los departamentos administrativos que han hecho sus veces.

En este espacio se considera que el debate sobre modernización y modernidad es un asunto sustantivo, no redundante, por cuanto se relaciona directamente con la eficiencia, con la actitud de las fuerzas vivas de la sociedad (empresarios, políticos y formadores de opinión), con las formas de intervención del Estado, y la organización de la sociedad, todo lo cual determina cardinalmente la generación y distribución de la riqueza así como el grado de convivencia pacífica/armónica de la sociedad.

En Colombia se nos ha dicho que los modestos resultados de la modernización económica (vrg., moderadas tasas de crecimiento económico) obedecen al hecho de que ésta se ha realizado sin el debido ajuste de la mentalidad y las actitudes de las elites, afín a un funcionamiento que privilegie el emprendimiento y la acumulación de capital, quehaceres burgueses por excelencia. Aunque poco a poco ha ido permeando la racionalidad técnico-instrumental en los agentes económicos, los valores de la racionalidad normativa aún no se logran consolidar, y en algunos casos instalar, en la mentalidad colombiana (por ejemplo, la tolerancia y el sacro respecto por los derechos fundamentales). Como resultado, la poca permeabilidad de la modernidad se ha reflejado en una profusa normatividad con poca observancia, en un clientelismo político y en un tratamiento irracional del medio ambiente, tan solo por citar casos bien conspicuos.  

La discusión sobre la modernidad es una tarea fundamental que exige de nuestra parte una actitud crítica, de valernos por nosotros mismos, de participar activamente en el planteamiento y solución de nuestros problemas. En suma, el tratamiento de la modernidad demanda asumir la actitud propia de un mayor de edad. De esto, la pregunta fundamental es: ¿por qué no ha logrado arraigar una actitud moderna en nuestra sociedad? La respuesta mil veces citada es: porque hemos recibido y reproducido una herencia y una tradición autoritaria, que no permite el cuestionamiento ni la argumentación y menos aún pedir la rendición de cuentas a nuestros superiores, gobernantes, maestros, señores o patrones. Correlativamente, tampoco nos gusta que nos cuestionen nuestros pares y menos aun nuestros subordinados. Como corolario de la actitud autoritaria de nuestra educación, tenemos arraigado el temor a contradecir, a participar (“el miedo a hacer el ridículo”), a dudar, a pensar, situación que ha derivado en que evidenciemos “… jactancia cultural… negligencia en las propias investigaciones,…fetichismo verbal, el quedarse en conocimientos parciales: [todo lo cual] ha impedido el feliz matrimonio del entendimiento humano con la naturaleza de las cosas…” (tan solo por citar unas palabras de T. Adorno en su Dialéctica de la Ilustración). En una palabra, la actitud moderna exige participación activa, no delegable, no negligente de parte de los ciudadanos.

Como resultado de nuestra indiferencia ante los valores modernos surge un problema grave en el terreno político que se materializa en el hecho que no existe cultura del accountability, i.e., del llamado a cuentas y de la rendición de las mismas. La inexistencia de dicha cultura ocasiona el surgimiento de diversos tipos de dificultades que se manifiestan en abusos de poder, corrupción y por extensión en una deslegitimación del sistema político, entre otros. En este tipo de sociedades, pobres y estancadas por demás,  florece el denominado clientelismo político en el cual un patrón, o persona de gran influencia, asiste o protege a un cliente a cambio de apoyo político. En realidad, este esquema de hacer política se constituye en un sistema de lealtades serviles que perpetua las relaciones de dependencia entre patrón y cliente, refuerza las actitudes autoritarias y, por extensión, el atraso socioeconómico de la sociedad.

De este modo, en las sociedades donde no existe la cultura del accountability, por ejemplo, se estimula la dependencia de unos segmentos poblacionales respecto a sectores minoritarios que concentran el poder en sus distintas formas (político, financiero, de conexiones, etc.), como también se suscita el atraso. También se presta para que los funcionarios y autoridades a cargo del manejo del Estado eludan o realicen deficientemente prestación de servicios básicos tales como la seguridad y la justicia. Como muestra del crónico atraso socioeconómico, representado, por ejemplo, en tasas muy discretas de crecimiento y de mejoramiento en la distribución del ingreso, se genera un terreno fértil para la oposición al régimen vigente que puede estar conformada por sectores descontentos de la burguesía, las fuerzas armadas y la iglesia (tan solo por citar una parte de las fuerzas vivas de la sociedad) y, por extensión, para la aparición de fenómenos conocidos como caudillismo y populismo, en los cuales la característica distintiva, valga el pleonasmo, es la ausencia de una respuesta institucional desde el Estado a los males sociales. En dicho caso, la respuesta-solución viene planteada de forma personalizada de la mano de un “hombre fuerte”, de un caudillo, que soluciona directamente y en tiempo real los problemas del ciudadano de a pie y pasa por alto los canales institucionales.

Lo anterior conlleva a la existencia de un Estado crónicamente débil, materializado en una enclenque institucionalidad, muy proclive a ser víctima del secuestro o privatización de los haberes “de todos” (patrimonio público) por parte unos grupos poderosos, a la secularización del atraso socioeconómico, de la desigualdad, del resentimiento, de la desesperanza. En este caso, se trata de una sociedad en la cual surgen los caudillismos (toda vez que nadie cree en la institucionalidad vigente), en la cual se estructuran grupos de individuos (“los poderosos” afines a los caudillos y con intereses muy propios) que pescan en rio revuelto, mediante el engaño a las masas ávidas de soluciones simples, rápidas, concretas y definitivas, ardid que se materializa en programas populistas, “armados a la ligera”. Así las cosas, el hecho de caer en descredito el ejercicio de la política, las acciones de los partidos, la credibilidad y efectividad de las instituciones del Estado, redunda en que no se consolide una institucionalidad funcional a un ejercicio sano de la democracia y que, por el contrario, los grupos más poderosos de la sociedad se estén reestructurando continuamente al margen de las instituciones democráticas, en la forma de apoyos a caudillos, a hombres fuertes, con el fin de no perder las prerrogativas, y con este hecho causar una inestabilidad política (tal cual se ha visto en algunos países latinoamericanos).  

Palabras más, palabras menos, en Colombia las actitudes autoritarias han sido un obstáculo para el ejercicio de una sana modernización, palmariamente por la inexistencia de una cultura del accountability (y en no pocos casos del enforcement). Ha derivado en prácticas deletéreas de la política, el secuestro y privatización del Estado por facciones minoritarias de la población, el arraigamiento del clientelismo, florecimiento del caudillismo y del populismo, debilitamiento de la institucionalidad afín al desarrollo de la democracia, descredito del servicio público, abuso del poder, corrupción, el estimulo de la cultura de la búsqueda de rentas, así como de un tratamiento irracional de los recursos naturales (toda vez lo que vale es la rentabilidad inmediata, concreta sin reparar en los costos futuros para la sociedad).  

Para no extendernos más en este espacio de reflexión, se indica que aunque se han evidenciado procesos de modernización económica en medio de ambientes autoritarios y con influencias muy fuertes de la tradición tal como lo exhibido en la modernización del Japón a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como lo atestiguado en Singapur y Corea del Sur a partir de la segunda mitad del siglo XX, la presencia del autoritarismo no se constituiría en un óbice para la modernización y los frutos de la productividad derivada de esta. A modo de explicación surgen consideraciones éticas, practicadas en dichos países, que se le atribuyen a las prácticas del confucianismo, a una marcada ética del trabajo, y a un respeto por la comunidad más que por la individualidad. En Colombia dicho autoritarismo no ha sido funcional, más bien ha sido deletéreo, pues no ha permitido la cultura de la rendición de cuentas, de la exigencia de responsabilidades, más bien ha fomentado la sinvergüencería en las diferentes capas de la sociedad, y nosotros al no contar con mecanismos alternos como lo han tenido, en apariencia, las sociedades asiáticas de modernización exitosa, nos hemos visto abocados a soportar las consecuencias, es decir, a afrontar unas tasas mezquinas de crecimiento y niveles escandalosos de desigualdad. En una palabra, nuestra actitud autoritaria en diversos espacios de nuestra praxis ha afectado negativamente los frutos de una modernización adecuada, igualmente no tener instalados y sobre todo arraigados los valores de la racionalidad normativa, tal como el respecto por los derechos fundamentales y el derecho a disentir, ha impedido una mejor convivencia como miembros de la sociedad.




[1] Se denomina procústeo o  procrustiana a aquello opuesto a lo ergonómico, por la Procustes de la mitología griega, es decir, que parte de la idea de que es la persona quien debe adaptarse a los objetos y no al revés, ver. Wikipedia. 

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